Pero un tren puede fijar también una herida en el horizonte que nadie puede cerrar. En un país hemorrágico como el que padecemos esto lo asumimos como parte del acontecer cotidiano. El 11 M fue un día de muerte, de sinrazón, de estruendo, de manotazo helado. Hace diez años de aquel marzo doliente y nada hemos aprendido porque siguen los unos y los otros en el barrizal de siempre como en aquel cuadro de Goya. Todos recordamos aquel infausto día, recordamos las palabras del ministro Acebes y toda la desvergüenza del partido gobernante que manipuló la realidad a su propia conveniencia. Pero también recordamos que al otro lado el comportamiento no fue precisamente ejemplar y no están en condiciones de dar lecciones éticas ni morales. En todo caso lo que persiste -en un lado y en otro- es una falla que sigue fracturando el espíritu democrático, como lo hacen los continuados escándalos de corrupción.
El 11 M nos sigue retratando a todos, al Partido Popular el primero pero también a los otros, a quienes se creen en la posesión absoluta de la verdad. Y en esa deriva cainita de canes furiosos seguimos. La España que arroja piedras a la otra España y la que repele la agresión con parecida falta de argumentos. Y quien se sale del discurso de las dos Españas puede sufrir también las consecuencias. En la retina permanecen los trenes de marzo, la sangre en las vías, el terror ciego y esas vidas que quedaron rotas en un segundo.
Nada debiera cimentarse en el dolor, nada puede justificar el delirio terrorista, el fanatismo religioso, la bomba asesina. A las víctimas hoy más que nunca les debemos un respetuoso y hondo silencio que amaine este ruido de sables de esta España incorregible que no aprende de su pasado, que desoye el diálogo y cultiva el odio.