BIOGRAFÍA

En la obra de Luis García Gil (Cádiz, 1974) conviven de manera absolutamente personal literatura, cine y canción de autor. En el ámbito de la canción ha publicado Serrat, cantares y huellas, Serrat y Sabina a vista de pájaro, Jacques Brel, una canción desesperada, Javier Ruibal, más al sur de la quimera y Joan Isaac, bandera negra al cor. Su amor al cine ha dado como fruto el libro François Truffaut publicado por Cátedra y el guión y producción del documental En medio de las olas dedicado a su padre el poeta José Manuel García Gómez. También ha producido el documental Vivir en Gonzalo que ha dirigido Pepe Freire y en el que se profundiza en la obra de Gonzalo García Pelayo. Como poeta es autor de La pared íntima, Al cerrar los ojos y Las gafas de Allen. Es autor además del libro José Manuel García Gómez, un poeta en medio de las olas.




domingo, 29 de junio de 2014

ÁNGEL LEÓN Y LA LUZ DEL MAR



No voy a cuestionar los méritos del chef gaditano Ángel León. Ni muchísimo menos. Los tendrá y sobrados. En su campo es un innovador y ahora su campo propicia portadas y programas televisivos. Tanto es así que el cocinero ha alcanzado esa cosa tan dudosa llamada fama que ahora también afecta a los cocineros que son parte de la sociedad del espectáculo.

Perdonen mi perplejidad. "Quiero escuchar a los que tienen algo que decir" se pregunta la escritora Marta Sanz en su libro-ensayo No tan incendiario que resume el estado cultural de nuestro tiempo.  Hoy los que tienen algo que decir no tienen donde decirlo. El conocimiento es un ángel exiliado, una casa ruinosa, un poema inacabado. 

Dice Ángel León que quiere llevar la luz del mar a un plato. Que el comensal coma luz del mar y se sienta superhéroe. La pretensión llevada al arte culinario que es un oficio maravilloso pero que no debiera incorporar lecciones de pomposidad manifiesta. ¿Le han pedido permiso al mar para llevarse su luz...? 

Hay cocineros que se creen como mínimo de la Escuela presocrática. Encuentran filosofía kantiana en una tortilla de patatas. Dicen que para cocinar hay que sufrir, existencialismo sartriano llevado al espacio aromado de los mandiles. Y es que vivimos tiempos culturalmente extraños. La fama y los famosos, la afectación, el elogio de lo intrascendente como también refleja Marta Sanz en su libro cuya lectura aconsejo.  

No cuestiono a Ángel León pero la transmisión de conocimiento exige otras vías. ¿Dónde están los científicos, los que debieran sentar cátedra en auditorios universitarios? Quien no sale en la tele no es tendencia y ya sabemos quienes salen en la tele. 

Andamos algo perdidos o el perdido soy yo. Leo, por ejemplo, Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan y hallo en este trozo de vida escrito impagables lecciones de conocimiento, sin ínfulas de ningún orden. En ciertos chefs sucede todo lo contrario. De ellos es ahora también el reino de los ciegos -y digo bien- y la luz del mar robada a los poetas que ya no tienen quienes los lean. 

Esta entrada parte de la lectura de esta noticia: Ángel León, el maridaje perfecto entre fogones e investigación publicada en Diario de Cádiz. 

martes, 24 de junio de 2014

MUNDIALES



Perdonadme pero yo nací con el fútbol. A mi madre debía pesarle el vientre cuando la Holanda de Johan Cruyff trenzaba poéticamente su fútbol total en el Mundial de Alemania. Para mí no ha habido otra selección como aquella, otro ejemplo más claro de ensoñación futbolística que la que forjó este mítico once que rozó la gloria balompédica e inventó el fútbol moderno. Más de uno recordará ese once formado por Jongbloed, Suurbier, Haan, Rijsbergen, Krol, Jansen, Neeskens, Van Hanegem, Rep, Cruyff y Rensenbrink. 

La Holanda de Rinus Michels no pudo ganarle a Alemania en aquella final pero hay victorias escasamente memorables y derrotas absolutamente líricas. La de Holanda fue una de ellas, maneras de perder y de entender el trato con la pelota que aquellos futbolistas habían desarrollado previamente en el Ajax, dominador a principios de los años setenta del fútbol europeo. A mi madre debía pesarle el vientre cuando Johan Cruyff se adueñaba del balón y ensayaba una de sus jugadas inverosímiles. Unos meses más tarde vine al mundo y pocos años más tarde mis padres me fotografiaron con un balón de reglamento que era más grande que yo. 

Hace cuatro años Iniesta dio el primer Mundial a España. Unas horas antes había nacido mi hija. El adulto que ya era se acordó del niño que había sido, de aquel niño que sentía como propios los fracasos mundialistas de la selección, la agonía de esos partidos en los que jugábamos como nunca para perder como siempre. Hasta que le ganamos en la final del Mundial de Sudáfrica a una Holanda muy distinta a la de 1974 y en cierto modo aquella España que tocaba y tocaba debía mucho a la fantasiosa escuadra que lideró Cruyff. 

En mi memoria mundialista se suman las secuencias, los recuerdos  de la niñez donde de pronto aparece Zico (el Pelé blanco), el doctor Sócrates, Paolo Rossi, las zancadas de Kempes, Enzo Scifo o el mismísimo Mágico González enfrentándose a Hungría en el Mundial de España. Recuerdo, por ejemplo, una vaga imagen del mundial de Argentina, del fallo del flaco Cardeñosa ante Brasil y también me vienen estampas atropelladas del Mundial de España (ay Naranjito) del estrepitoso fracaso ante Honduras que vaticinaba un Mundial absolutamente desalentador para aquella desdibujada selección española. También me viene a la mente aquel adolescente que también fui celebrando los cuatro goles de Butragueño en el Mundial de México frente a Dinamarca. Aquel júbilo, aquella explosión, aquella portada de Don Balón (Butragoles creo que decía) preludiaba quizá ese segundo para la eternidad en el que Iniesta puso el balón en el camino de la gloria y del sueño. 

Sólo es fútbol dirán algunos. Pero debéis perdonadme porque yo nací amando este deporte. Por eso siento una especial emoción cuando llega un nuevo Mundial como el de este año en Brasil. Importa poco el fracaso asumido de una selección española absolutamente desconocida y que no ha sabido defender con dignidad el título alcanzado hace cuatro años, el mismo día que nacía mi hija. Con el tiempo uno ama el fútbol como espectador y comprende que no se puede ser sublime sin interrupción y que igual que acabó el ciclo del Barça también lo ha hecho el de la selección española. 

Fútbol es fútbol que dijera el difunto Boskov. Y un Mundial constituye la cima de este deporte, su más perfecta representación. Por eso me acuerdo de mi madre pesándole el vientre, de Holanda y del Mundial del año 1974, el año que yo nací.  

jueves, 12 de junio de 2014

RAQUEL LANSEROS Y FERNANDO VALVERDE


Sin poesía no hay ciudad dicen de forma machacona las pantallas digitales que el Ayuntamiento de Cádiz tiene colocadas por toda la ciudad. Es una gran mentira porque la mayoría de los políticos ni creen en la poesía ni la leen ni la difunden ni la promueven salvo que les pueda otorgar algún tipo de rédito. Sin poesía no hay ciudad pero el recital de Raquel Lanseros y Fernando Valverde no atrajo la atención de ningún político ni tuvo la atención de los medios. No estuvo Onda Cádiz ni Cádiz directo ni Universo gaditano ni Diario de Cádiz. Importan más otras cosas pero sin poesía no hay ciudad.

Esta ciudad es muy complicada. Lo he dicho muchas veces. Si recitara -pongo por caso- Juan Carlos Aragón Becerra todos irían a  hacerle la ola. Si pregonara Ramón Velázquez a la caballa caletera irían a escucharle los futuros pregoneros de Semana Santa con mil ripios de alabanza mariana bajo el brazo. Pero recita una poeta de altura como Raquel y los poetas del Carnaval hacen mutis por el foro. 

La cultura de una ciudad se mide por la respuesta a este tipo de actos. Y créanme que escuchar recitar a Raquel es una experiencia que nos reconcilia con la poesía, con ese fogonazo del verso que hacemos nuestro, que colocamos al lado de nuestras pertenencias más sagradas, como parte de lo que somos. El último libro de Raquel Lanseros se titula Las espinas pequeñas son pequeñas y es una joya. Con Raquel Lanseros vino Fernando Valverde, otro poeta que ha alcanzando un lugar relevante en la poesía española de nuestro tiempo. Recitó algunos poemas de su libro La insistencia del daño.

La grabación que acompaña estas líneas revela la emoción contenida en los versos que se declamaron en un acto organizado por el Centro Andaluz de las Letras. Sin poesía no hay ciudad pero lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Pero a veces nos basta con un poema para descifrar el mundo, para contener la lágrima habitada y ser memoria, tiempo y canción.

PRESENTANDO A RAQUEL LANSEROS



Al presentar esta tarde de junio a Raquel Lanseros no sólo estoy presentando a una poeta que admiro profundamente sino que se me agrupan numerosas sensaciones de este camino que en cierta manera hemos cruzado juntos, en la distancia pero casi tocándonos el uno al otro con la certeza de que compartíamos una forma de mirar el mundo, de contenerlo en la pupila abierta y cierta del verso que habitamos y extendemos. Todavía me acuerdo del primer deslumbramiento que me llegara con aquel Diario de un destello, anunciador y portador de un mundo lírico cargado de belleza e intensidad. Teníamos ya entonces amigos comunes como Antonio Marín Albalate o Tito Muñoz. De ese modo fuimos creciendo y encontrándonos sucesivamente allí donde la vida y el poema nos convocaba. Recuerdo lo hermoso que fue poder presentarla cuando le dieron aquí en Cádiz el premio Unicaja de poesía por aquel hermosísimo Los ojos de la niebla que multiplicaba los logros de sus anteriores tentativas líricas. En Los ojos de la niebla la poeta fijaba en la piel de los días una anhelante canción melancólica de poemas que unos a otros iban abrazándose hasta contener el prodigio de la verdadera poesía, aleccionadora, vital, humana como aquella que fulgía en los labios de Beatriz Orieta, maestra nacional. 

Aquella velada inolvidable, con el mar de Cádiz arropándonos, no detendría el curso de nuestra amistad a lo largo. En Barcelona volvimos a encontrarnos en la presentación del libro que dediqué a aquel quijote belga llamado Jacques Brel. Allí quedó una foto que de tiempo en tiempo me gusta contemplar, una foto en la que compartimos música de revelado con Joan Manuel Serrat, Tito Muñoz, Joan Isaac, mi editor Javier de Castro y un periodista histórico llamado Joan Armengol. Esa suma de encuentros prosiguió en Madrid donde Raquel presentó mi diccionario dedicado a Serrat y a Sabina fortaleciendo nuestra complicidad que tuvo en Cádiz otro punto de encuentro en un recital que dimos con Charo Troncoso en El Pay Pay. A ello sumar el generoso prólogo que me regaló para Al cerrar los ojos, mi segundo libro de poemas.

Toda esta suma de momentos compartidos viene a cuento porque es memoria vivida y sentida, la misma que arde en el poema, ese poema que tiembla cuando le damos cuerda, cuando lo fijamos al tiempo y a las tardes de lluvia otoñal, de música que acude a nuestro encuentro para convidarnos a ser latido y presencia, caricia y temblor. Uno se asoma al balcón abierto de Las pequeñas espinas son pequeñas y siente que vuelve aquella pregunta retórica que Antonio Machado le hizo a la propia poesía: “¿Eres la sed o el agua en mi camino? Dime; virgen esquiva y compañera”. 

La sed y el agua, la fuente trémula, el río soñado, la mar sonora, todo una misma cosa, una misma voz y un mismo eco que trasciende y nos trasciende. Lo dijo Lorca y Raquel lo sabe: “La grandeza de una poesía no depende de la magnitud del tema ni de sus proporciones ni sentimientos. Para Góngora una manzana podía ser tan intensa como el mar y una abeja tan sorprendente como un bosque. La cuestión estriba en situarse frente a la naturaleza con ojos penetrantes y admirar la idéntica belleza que tienen por igual todas las formas”. Esa es la mirada penetrante que Raquel Lanseros sitúa sobre todas las cosas y ese es el secreto del gran poema, de la gran poesía. Y en estas páginas la poeta nos muestra el repertorio de su madurez, le canta a la utopía, al paso del tiempo que araña los espejos, a la mujer que fue niña, a la que ahora canta firme y serena y también a esa otra mujer que vestirá de vejez sus ojos y sus labios cantores.

Como pasaba en Croniria o en Los ojos de la niebla todo en Las pequeñas espinas son pequeñas es emoción que desborda al lector, que le hace reconciliarse con la poesía que no desdeña la lírica tradicional, el ejemplo y lección del verso que pudiera cantarse. El título mismo del poemario me hizo pensar de inmediato en estos versos del Cancionero de Palacio:
Dentro del vergel
Moriré.
Dentro del rosal
Matar me han.
Yo me iba, mi madre,
Las rosas coger,
Hallará la muerte
Dentro del vergel.
Yo me iba mi madre
Las rosas cortar,
Hallará la muerte
Dentro del rosal.
Dentro del vergel
Moriré,
Dentro del rosal
Matar me han.
Breve rosa de pequeñas espinas, metáfora misma de la vida que huye como el viento. “Guardad en mi costado las palabras. Las que usé para amar, las que aprendí a lo largo del camino, las primeras que oí de labios de mi madre”. Canta Raquel su particular cançó de bressol y cantamos con ella. Por la mañana rocío, al mediodía calor, por la tarde los mosquitos no quiero ser labrador. La poeta se pregunta si sed o si agua pero el poeta sabemos que es ambas cosas y este libro es agua y es sed y es Raquel Lanseros derramándose en cada verso, mirándose en la luz de las ciudades habitadas, a ritmo de tango en “La eternidad se llama Buenos Aires” o yendo amorosa hacia la luz, hacia la eternidad misma del instante fugitivo sabedora que uno se marcha sin nada, ligero de equipaje como los hijos de la mar. “No me sirven las cosas/ todas me son ajenas/ Sé que voy a marcharme sin bolsillos”.  O acaso en el bolsillo haya de quemar la luz de un último verso, himno de claridad insurgente que llene de estrellas el cielo que nos envuelve.

“En la tarde, la niebla tiene forma de adiós”.  Sigue cantando Raquel como en otro tiempo las mujeres cantaban coplas mientras hacían las camas y a copla sabe esta otra estrofa: “En medio del andén, detenida en el tiempo, una mujer aprende que marcharse es una nueva forma de seguir estando siempre en el mismo lugar”. La rosa y la espina, el cónclave de mariposas, la mosca indolente sobre el muslo al sol que zumba machadiana por la corriente del verso infinito. El amor que pesa, el amor que duele, el amor que llega, toda la canción que cabe en el verso y toda la infancia que es patria perdida que nos llega en el poema “Villancico remoto” que recobra el musgo navideño a la manera de aquel otro poema memorable de Juan Luis Panero “Dicen que el musgo duele –sigue cantando Raquel- y acaso sea cierto pero en la infancia el frío todavía no existe”.

Y en este ahora, lejanos los sones de la infancia y expuestos a la intemperie, el poema es una forma de resistencia lírica y ética, de conocimiento, de esperanza, la mejor que quienes estamos aquí tenemos para afrontar la incierta amenaza que posee el futuro. Uno podría seguir dejando pistas y huellas en el camino sobre este maravilloso libro. Pero quien ejerce de presentador no debe excederse en su cometido. El presentador plúmbeo debiera ser una raza a extinguir. Sólo quiero insistir en la felicidad que tengo cada vez que me reencuentro con Raquel Lanseros, cada vez que la poesía nos convoca a la mesa como en esta tarde de junio.