


Al presentar esta tarde de junio a Raquel Lanseros no sólo
estoy presentando a una poeta que admiro profundamente sino que se me agrupan
numerosas sensaciones de este camino que en cierta manera hemos cruzado juntos,
en la distancia pero casi tocándonos el uno al otro con la certeza de que
compartíamos una forma de mirar el mundo, de contenerlo en la pupila abierta y
cierta del verso que habitamos y extendemos. Todavía me acuerdo del primer
deslumbramiento que me llegara con aquel Diario
de un destello, anunciador y portador de un mundo lírico cargado de belleza
e intensidad. Teníamos ya entonces amigos comunes como Antonio Marín Albalate o
Tito Muñoz. De ese modo fuimos creciendo y encontrándonos sucesivamente allí
donde la vida y el poema nos convocaba. Recuerdo lo hermoso que fue poder
presentarla cuando le dieron aquí en Cádiz el premio Unicaja de poesía por
aquel hermosísimo Los ojos de la niebla que
multiplicaba los logros de sus anteriores tentativas líricas. En Los ojos de la niebla la poeta fijaba en
la piel de los días una anhelante canción melancólica de poemas que unos a
otros iban abrazándose hasta contener el prodigio de la verdadera poesía,
aleccionadora, vital, humana como aquella que fulgía en los labios de Beatriz
Orieta, maestra nacional.
Aquella velada inolvidable, con el mar de Cádiz
arropándonos, no detendría el curso de nuestra amistad a lo largo. En Barcelona
volvimos a encontrarnos en la presentación del libro que dediqué a aquel
quijote belga llamado Jacques Brel. Allí quedó una foto que de tiempo en tiempo
me gusta contemplar, una foto en la que compartimos música de revelado con Joan
Manuel Serrat, Tito Muñoz, Joan Isaac, mi editor Javier de Castro y un
periodista histórico llamado Joan Armengol. Esa suma de encuentros prosiguió en
Madrid donde Raquel presentó mi diccionario dedicado a Serrat y a Sabina
fortaleciendo nuestra complicidad que tuvo en Cádiz otro punto de encuentro en
un recital que dimos con Charo Troncoso en El Pay Pay. A ello sumar el generoso
prólogo que me regaló para Al cerrar los
ojos, mi segundo libro de poemas.
Toda esta suma de momentos compartidos viene a cuento porque es
memoria vivida y sentida, la misma que arde en el poema, ese poema que tiembla
cuando le damos cuerda, cuando lo fijamos al tiempo y a las tardes de lluvia
otoñal, de música que acude a nuestro encuentro para convidarnos a ser latido y
presencia, caricia y temblor. Uno se asoma al balcón abierto de Las pequeñas espinas son pequeñas y
siente que vuelve aquella pregunta retórica que Antonio Machado le hizo a la
propia poesía: “¿Eres la sed o el agua en
mi camino? Dime; virgen esquiva y compañera”.
La sed y el agua, la fuente trémula, el río soñado, la mar sonora,
todo una misma cosa, una misma voz y un mismo eco que trasciende y nos
trasciende. Lo dijo Lorca y Raquel lo sabe: “La grandeza de una poesía
no depende de la magnitud del tema ni de sus proporciones ni sentimientos. Para
Góngora una manzana podía ser tan intensa como el mar y una abeja tan
sorprendente como un bosque. La cuestión estriba en situarse frente a la
naturaleza con ojos penetrantes y admirar la idéntica belleza que tienen por
igual todas las formas”. Esa es la mirada penetrante que Raquel Lanseros
sitúa sobre todas las cosas y ese es el secreto del gran poema, de la gran
poesía. Y en estas páginas la poeta nos muestra el repertorio de su madurez, le
canta a la utopía, al paso del tiempo que araña los espejos, a la mujer que fue
niña, a la que ahora canta firme y serena y también a esa otra mujer que
vestirá de vejez sus ojos y sus labios cantores.
Como pasaba en Croniria
o en Los ojos de la niebla todo en Las pequeñas espinas son pequeñas es
emoción que desborda al lector, que le hace reconciliarse con la poesía que no
desdeña la lírica tradicional, el ejemplo y lección del verso que pudiera
cantarse. El título mismo del poemario me hizo pensar de inmediato en estos versos
del Cancionero de Palacio:
Dentro del vergel
Moriré.
Dentro del rosal
Matar me han.
Yo me iba, mi madre,
Las rosas coger,
Hallará la muerte
Dentro del vergel.
Yo me iba mi madre
Las rosas cortar,
Hallará la muerte
Dentro del rosal.
Dentro del vergel
Moriré,
Dentro del rosal
Matar me han.
Breve rosa de pequeñas espinas, metáfora misma de la vida que
huye como el viento. “Guardad en mi costado las palabras. Las que usé para
amar, las que aprendí a lo largo del camino, las primeras que oí de labios de mi
madre”. Canta Raquel su particular cançó de bressol y cantamos con ella. Por la
mañana rocío, al mediodía calor, por la tarde los mosquitos no quiero ser
labrador. La poeta se pregunta si sed o si agua pero el poeta sabemos que es
ambas cosas y este libro es agua y es sed y es Raquel Lanseros derramándose en
cada verso, mirándose en la luz de las ciudades habitadas, a ritmo de tango en “La
eternidad se llama Buenos Aires” o yendo amorosa hacia la luz, hacia la eternidad
misma del instante fugitivo sabedora que uno se marcha sin nada, ligero de
equipaje como los hijos de la mar. “No me sirven las cosas/ todas me son
ajenas/ Sé que voy a marcharme sin bolsillos”. O acaso en el bolsillo haya de quemar la luz
de un último verso, himno de claridad insurgente que llene de estrellas el
cielo que nos envuelve.
“En la tarde, la niebla
tiene forma de adiós”. Sigue
cantando Raquel como en otro tiempo las mujeres cantaban coplas mientras hacían
las camas y a copla sabe esta otra estrofa: “En medio del andén, detenida en el
tiempo, una mujer aprende que marcharse es una nueva forma de seguir estando
siempre en el mismo lugar”. La rosa y la espina, el cónclave de mariposas, la
mosca indolente sobre el muslo al sol que zumba machadiana por la corriente del
verso infinito. El amor que pesa, el amor que duele, el amor que llega, toda la
canción que cabe en el verso y toda la infancia que es patria perdida que nos
llega en el poema “Villancico remoto” que recobra el musgo navideño a la manera
de aquel otro poema memorable de Juan Luis Panero “Dicen que el musgo duele
–sigue cantando Raquel- y acaso sea cierto pero en la infancia el frío todavía
no existe”.
Y en este ahora, lejanos los sones de la infancia y expuestos
a la intemperie, el poema es una forma de resistencia lírica y ética, de
conocimiento, de esperanza, la mejor que quienes estamos aquí tenemos para
afrontar la incierta amenaza que posee el futuro. Uno podría seguir dejando
pistas y huellas en el camino sobre este maravilloso libro. Pero quien ejerce
de presentador no debe excederse en su cometido. El presentador plúmbeo debiera
ser una raza a extinguir. Sólo quiero insistir en la felicidad que tengo cada
vez que me reencuentro con Raquel Lanseros, cada vez que la poesía nos convoca
a la mesa como en esta tarde de junio.