Queridísimo Eduardo, colega
letraherido, ha llegado el día de tu verdadero bautismo literario, ese día en
el que te lanzas al tumultuoso ruedo ibérico de la escritura con esta primera
novela sobre una ciudad donde nunca llueve que puede ser cualquier ciudad. Por
esa ciudad, suma de muchas ciudades, transita tu antihéroe que espía a una
mujer que ya no le pertenece, que sufre el síndrome –que tanto le gusta a
Enrique Vila-Matas- del escritor que no escribe y que por si esto fuera poco ha
mordido el polvo tantas veces que ya ha perdido la cuenta.
En mi camino a Las
Libreras hice parada en un bar de reciente apertura llamado La posada de John Dos Passos -perdón por la publicidad-. Vengo algo
bebido, lo reconozco, pero no pude resistirme a pedir un Jack Daniels y a
perseguir con la mirada a una chica morena de tejados ceñidos y gastados. Acodado
a la barra andaba también por allí Julio Antúnez, poeta maldito que daba cuenta
de un bourbon y que me ha pedido que disculpara su ausencia. Julio andaba con
un ejemplar bastante maltratado de Manhattan
Transfer. Le pregunté al propietario de La posada de John Dos Passos,
orgulloso capataz de la Semana Santa gaditana, si conocía el Bar de Luiselchino
pero no atendió a mi pregunta y prefirió
enseñarme su colección de fotos del Nazareno bajando por la Cuesta de Jaboneria desde los años setenta de la primera instantánea hasta su última aparición por el barrio de Santa María con esa melena al viento cruzándole el armenio rostro. En La Posada
de John Dos Passos sonaba la música de un cantautor gaditano llamado
Fernando Lobo que me sonaba bastante. El propietario de La Posada de John Dos Passos me guiñó un ojo y me dijo: "Si este tipo compusiera marchas
procesionales sería la ostia..." En una mesa del local departían un tipo que
era conocido como el pintorquelovendetodoyencontró el amor y otro que se hacía
llamar el filosofovivalavirgen que no hacía otra cosa que decir que Shakespeare
es un autor sobrevalorado y eso que estaba metido en una representación gay de
Hamlet... ¿O era una representación sobre la vida de Belén Esteban? Ya no me
acuerdo.
Al salir de La posada de John Dos Passos me dispuse a fumar un cigarro pero no tenía fuego. Un tipo llamado chalecodepana me ofreció su mechero en el que creí adivinar un retrato de Bakunin...¿O era de Bustamante? Ya no lo recuerdo. Demasiadas coincidencias pensé o demasiado alcohol o quizá estaba confundiendo ficción y realidad y me perseguían los personajes de la novela que venía a presentar
Al salir de La posada de John Dos Passos me dispuse a fumar un cigarro pero no tenía fuego. Un tipo llamado chalecodepana me ofreció su mechero en el que creí adivinar un retrato de Bakunin...¿O era de Bustamante? Ya no lo recuerdo. Demasiadas coincidencias pensé o demasiado alcohol o quizá estaba confundiendo ficción y realidad y me perseguían los personajes de la novela que venía a presentar
El caso es que he
llegado a Las libreras algo tambaleante pero por mi propio pie y lo primero que he pensado es que hace diez años que me encontraba donde
tú te encuentras ahora, con la emoción de haber publicado mi primer libro,
aquel Serrat, canción a canción que
tú bien conoces. Pasado el tiempo, sumados libros y experiencias en este andar
tan largo, me siento inmensamente feliz de estar aquí, de ejercer de maestro de
ceremonias de quien lleva la literatura a flor de piel, de una forma mucho más
profunda que muchos literatos que conozco.
Tu primera novela no
balbucea, carece del titubeo que se podría suponer en una primera obra. En ella
ya te asientas como un escritor que sabe lo que quiere, que sabe también que no
hay literatura que no se construya en torno a esa tentación del fracaso de la
que hablaba Julio Ramón Ribeyro, prosista apátrida como también yo
a ti te siento, querido Eduardo.
Al leerte pienso en
todas las novelas que llevamos con nosotros, las novelas del aprendizaje, de
las noches en vela, de las tardes crepusculares, de lluvia en los cristales y café,
y pienso en aquel Balzac que construyó con su catedralicia comedia humana todas
las voces y ecos que componen una vida; o en esa generación perdida, tan
alcoholizada como el personaje que transita por esta ciudad donde nunca llueve
y que podría ser cualquier ciudad.
Hoy me acuerdo más
que nunca de aquellas conversaciones que teníamos en la librería de viejo de
nuestro amigo Chencho. Galopaba la tarde al filo de su ocaso y tú y yo nos
preguntábamos a donde lleva el verso que se escribe, la tonada que se canta,
las palabras que forcejean con el viento para nombrar el tiempo que habitamos,
la memoria de los cuerpos, de los objetos cotidianos, de los paisajes y de las
ciudades en donde nunca llueve.
Vivimos en un mundo
extraño de gente que busca la fama a cualquier precio como bien desmenuzas en
tu novela donde nunca llueve. Hay quien ha escrito
más libros de los que ha leído. Das una patada y salen escritores. Todo el
mundo es bloguero o escritor sin haber rozado una página de Onetti en su vida y
digo Onetti por decir alguien que llevaba la literatura inyectada en vena. Cualquiera
publica, cualquiera se siente escritor, cualquiera junta letras y encuentra un
amigo editor que las dé por buenas y las publique o soborna a un jurado para
ganar un premio literario. Pero la literatura, la verdadera literatura es otra cosa,
es jugarse la vida en una línea o situar como Stendhal un espejo en un camino para fundirse a la realidad que se canta y se lleva incorporada a la piel. Tú sabes ciertos secretos de la escritura y lo hemos hablado muchas veces. En Una ciudad donde nunca llueve hay esa exigencia de la buena
literatura, esa búsqueda de una voz propia que se ha hecho a base de lecturas y
de conversaciones imaginarias con escritores fantasma que aparecen en sueños y
nos dictan palabras al oído.
Le he tomado cariño
al personaje protagonista de tu novela, un tipo desesperanzado que teme al
tiempo que pasa y habla de la infancia como ese territorio inexpugnable donde
no llega ni el silencio que hiere ni la muerte acechante. He leído con él a
Baudelaire y he corrido a recuperar el disco que Leo Ferré dedicara al inmenso
poeta francés para que a su modo también Ferré forme parte de la banda sonora
que suena en la ciudad donde nunca llueve que podría ser cualquier ciudad con
un metro bajo tierra lleno de miradas que rehuyen el encuentro.
Yo quisiera acabar
esta presentación con Miguel Hernández, admirable poeta, “viento del pueblo”
que nos unió también desde el principio de nuestra amistad y que Aznar y la
chica de los pantalones ceñidos y gastados leen en la intimidad. En Una ciudad donde nunca llueve tu
personaje cita la palabra esperanza y la deja prendida de los ojos de su hijo
“pequeño espermatozoide”. En ese momento yo me acordé del poeta oriolano al que
tu escritura persigue desde hace tiempo. Y me acordé de un poema que grabó
Serrat en el lejano 1972 y en el que Hernández terminaba clamando por la
esperanza que es lo que debe quedar cuando nada queda, como forma de afrontar
los golpes de la vida. Rescato este
poema de esta Antología de poesía
cotidiana que traigo conmigo y que coordinó Antonio Molina al que no hay que confundir con el autor de "Soy minero". Quiero que estos versos alienten tu
vida futura y tus libros futuros y que siempre recordemos ese día en el que
presentamos tu primera novela, tu primer sueño escrito, tu primera piedra en el
intrincado camino de la literatura donde abundan las rencillas, las zancadillas
y los egos pero donde uno puede encontrar el privilegio de darle la alternativa
a un amigo y hacerlo con la palabra eterna de Miguel Hernández con quien tanto
queremos:
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa
con su ruidosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.