"Nos gustan sus películas. Sobre todos las divertidas..." le decía un seguidor al cineasta Sandy Bates, alter ego de Woody Allen en Stardust memories (aquí traducida como Recuerdos), una obra maestra que fue vilipendiada por buena parte de la crítica estadounidense, la misma que ahora encumbra Blue jasmine. Sandy Bates no quería volver a hacer películas graciosas y lo argumentaba con estas palabras: "Miro el mundo que me rodea y todo lo que veo es sufrimiento humano". Al contrario que Sandy Bates Woody Allen no ha dejado de hacer comedias e incluso Blue Jasmine aligera el drama con alguna que otra pincelada de indudable humorismo.
La vida no es un camino de rosas. A veces Woody Allen ha buceado en Bergman para ofrecer severas lecturas de la existencia. Recuérdese el giro dramático que supuso Interiores o la concentración que imperaba en Otra mujer con la que vino a culminar la década de los años ochenta. Blue jasmine es un impecable retrato de una mujer a la deriva a la que da vida una extraordinaria Cate Blanchett. No se trata de un drama de reminiscencias bergmanianas sino una de esas películas en las que Allen revela su consabida personalidad de cineasta, más allá de las referencias que quieran buscarse, de Jane Austen a Tennessee Williams. En este último caso la referencia a Un tranvía llamado deseo resulta inevitable.
Woody Allen filma San Francisco como territorio doliente de la desterrada Jasmine cuya vida de lujos ha tocado a su fin. El mundo de la alta burguesía de Manhattan ya no le pertenece. Su silueta cansada no halla respuestas en el mundo real después de haber vivido en una burbuja de apariencias. La crisis económica no entiende de clases sociales y se ha llevado por delante algunas fortunas construidas sobre la más absoluta falta de ética. Woody Allen se erige en fabulista de un mundo en descomposición que Jasmine encarna con su soledad final, con esa huida a ninguna parte que la cámara del cineasta hace suya mientras imaginamos la melodía de "Blue moon" desvaneciéndose, como parte de un escenario al que ya se le ha prendido fuego.
En Alice Woody Allen satirizaba a la clase alta neoyorquina. El cineasta vivía entonces en la parte alta del East Side de Nueva York pero esto no le impedía meter el dedo en la llaga de la inanidad de ciertos comportamientos y actitudes. Blue jasmine va más lejos en su forma de confrontar socialmente la vida de dos hermanas, la una nadando en la abundancia de un mundo ficticio y la otra sin más aspiración que la de acudir todos los días a su puesto de trabajo como cajera de un supermercado. La colisión de dos mundos opuestos subyace en una película que nace y muere en el rostro aturdido de Jasmine, en la imposibilidad de adaptarse a un medio que no le pertenece. En tales circunstancias romper con el pasado resulta imposible y por eso mismo Blue Jasmine concluye con la desazón de un personaje vulnerable, neurótico, perdido, que es incapaz de aceptar su realidad y de tomar las riendas de su vida. Es uno de los finales más tristes que le recordamos a Allen que sigue con su ritmo febril de película al año.