Canción del verano que se acaba, de tu cabello mojado por el mar, de tu prisa, de la mesa puesta que mi madre viste de una ternura antigua, elogio de las mariposas, del recreo infinito, del pájaro de la felicidad y de la hora de la siesta. Canción del verano que se acaba, de las playas de la infancia, de la luna del amante, de la caricia del sol y de los frutales. Veranos de brazadas en piscinas imaginarias, de toldos para buscar la sombra, de bicicletas de montaña, de campos, de barbacoas y de olas que regresan siempre al lugar de los prodigios.
Contemplo una fotografía de mi padre en la que siempre es verano. Yo aún no había nacido pero los rostros familiares me pertenecen de algún modo. El mar está ahí, misterioso, vibrante, maternal, como queriendo abrazar la estampa que hoy muda revela todas las cartas del pasado. Somos, fuimos, pasamos y en el abrazo fundamos nuestra pertenencia a la vida, al contacto con el mundo. Hijos debiéramos siempre ser de la infancia, del abrazo, del sueño.
Juan Cobos Wilkins se acordaba en un poema de Para qué la poesía de la hamaca que le acogía en las siestas de verano. Yo me acuerdo de la playa de Cortadura a las afueras de Cádiz y de los escarabajos que enterrábamos en la arena para luego avistarlos en su salida a la superficie. Y me acuerdo ahora de la revista Don Balón donde salía Juan Gómez Juanito o un emergente Butragueño en víspera de la gesta mundialista de Querétaro. Yo estaba allí, niño feliz con su balón de reglamento, sin intuir la edad adulta, el fiero espejo que desordena gestos y palabras, el pupitre escolar asediado por las obligaciones.
Elogio del verano que ya se acaba, que ahora tiene los ojos de mi hija, la claridad de mi hija, la eternidad de mi hija que ya sabe decir -cual pregonera de la vida- "camaroooooooones freeeeeeeescos...". Y ahí va el pregonero con su cesta de camarones -hoy como ayer- y ahí va la memoria esparciéndose por la arena fina de la playa que no intuye el invierno que viene, que llega susurrante, con su lluvia y con su frío.
Elogio de los libros que leemos en la estación soleada como Helena o el mar del verano de Julián Ayesta. Escribe Ayesta: El dulce de guinda brillaba rojísimo entre las avispas amarillas y negras y el viento removía las ramas de los robles y las manchas de sol corrían sobre el musgo.... El primer párrafo ya revela una prosa fuertemente evocadora que huele a verano, a estampa familiar y amorosa, a revelación proustiana en tiempos de penitencia y sotanas umbrías dictando lo que es bueno y lo que es malo. A Ayesta le bastó este libro mínimo pero máximo para perdurar, para distinguirse en la literatura de la posguerra española y para hacer del verano literatura memorable.
Me miro en el verano que se acaba. Preparo una elegía, un canto de despedida. un réquiem. Mi hija no sabe que las cosas se acaban. No sabe que el invierno viene y que los poetas no hacemos otra cosa que constatar lo irreversible, lo que no vuelve, lo que no hace otra cosa que marchitarse. La foto de verano de mi padre me sigue mirando en la alta hora de la madrugada. Acontece lejos pero cerca, muy cerca de este instante en el que escribo con la botella de agua medio vacía a mi lado y un mosquito impertinente cruzando la pantalla de mi ordenador.