En un blog de cuyo nombre no quiero acordarme se cuentan las excelencias como cineasta de Georges Pan Cosmatos, el perpetrador de Rambo, a mayor gloria de Stallone. Y en otro post se cuestiona Shame, la aclamada película de Steve McQueen. Vivimos tiempos de desorientación absoluta. Cualquiera ejerce de analista cinematográfico y puede encumbrar a Pan Cosmatos a la categoría de artista del celuloide. Pero sabemos que el cine cuando es cine busca otros caminos de expresión, ambiciona otras cosas, al margen de complacer a cierto tipo de público que es incapaz de consumir otra cosa que no sean subproductos.
Shame puede ser un filme imperfecto pero su propuesta es absolutamente elogiable en el contexto audiovisual que vivimos y que a veces padecemos. No debe sorprender que Shame no enganche con la audiencia. McQueen filma cada plano con voluntad autoral y logra plasmar ejemplarmente el vacío que consume a su protagonista, el excelente Michael Fassbender.
Decía Cernuda que el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe. En Shame el deseo duele, habita los rincones oscuros del alma, el vértigo de los días, la deshumanizada sociedad en la que vivimos. Se ha dicho que McQueen es un cineasta del cuerpo, del cuerpo deshabitado que trata de saciarse con la búsqueda compulsiva de otros cuerpos. Puede que algunos vean en Shame un ejercicio de moralismo pero McQueen no hace otra cosa que explorar la soledad abrumadora que aqueja a las grandes ciudades, a seres que se buscan en el metro cuya mirada refleja una desazón interior. Aquí el deseo de completud no llega a realizarse porque la soledad escogida impone sus normas. Por eso el personaje de Michael Fassbender se consume solo, se agota solo, y ni siquiera es capaz de comunicarse con su hermana, otro personaje que habita la amargura y al que da cuerpo y sentimiento Carey Mulligan.
Quedémonos, finalmente, con la propia Mulligan cantando "New York, New York". La lírica de esta canción es lo único que saca al personaje de Fassbinder de su mutismo, como si de pronto la emoción de su hermana cantando a Sinatra aliviara su gélida mirada de hombre entregado al vacío existencial, al rumor de los cuerpos que se abrazan sin buscar nada más, sin implicarse emocionalmente.
Shame es cine verdadero, se quiera o no, y desde luego no es Pan Cosmatos. Eso lo sabemos desde el plano inicial, desde que McQueen posa su mirada en el metro neoyorkino y se detiene en el rostro de Fassbinder. Ahí arranca el relato y el cineasta sitúa sus cartas sobre la mesa para sumergirnos en un relato cargado de amargura, tan cercano a las pinturas de Hopper que se exponen en el Museo Thyssen de Madrid en estos días.