Alguien me dice que Mud le pareció lenta y yo pienso en la velocidad que asedia cierto malsano e impostado cine contemporáneo. Y celebro esa lentitud de Mud, ese regusto a viejo cine, a clasicismo que recorre la película de Jeff Nichols donde uno puede celebrar presencias tan estimulantes como la del gran Sam Shepard.
La América profunda, casi anacrónica, retratada por Nichols nos lleva también a la literatura de Mark Twain, a un modo de contar y de narrar que tiene mucho de relato mítico aferrado a los sones que marca la naturaleza. También el pasado y sus formas importa en la manera en la que se asientan ciertas emociones.
Es imposible sentirse al margen de la poética que Nichols despliega en muchas secuencias de Mud. Quizá lo que el cineasta propone es una vuelta al origen, tal como expresó Carlos Losilla en su certera reseña de la película que publicó en la revista Caimán Cuadernos de Cine (nº 70, septiembre 2012).
Mud es una historia de iniciación entre dos adolescentes y un prófugo que interpreta con indudable solvencia Matthew McConaughey quien parece haberse convertido en actor de un tiempo a esta parte. De alguna manera somos ese río de ficciones alumbradas por el que navegamos hacia parajes inciertos, con una serie de sentimientos encontrados, a la búsqueda de respuestas que batallan en medio del fragor de la vida. Y de fondo, moviendo los hilos, iluminando la senda cotidiana, siempre está el amor, como refugio, como esperanza, como utopía. Es la creencia en ese amor perdurable lo que moviliza al adolescente Ellis hacia Mud que dice haber infringido la ley por amor.
Mud tiene algo de añejo western sureño y algo también de poema crepuscular, de ensoñación y pureza a punto de desgarrarse. El misterio está ahí, en las distintos modos en los que un relato se conforma, en los que un poema entona su sinfonía vital, la verdad que revela todo fingimiento, toda mascarada.