Y ese es el milagro de la buena poesía y del arte que nos hace mejores y llena de magnética luz el sendero más intrincado, como sucede también con las buenas canciones. Como poeta siento muchas veces más míos los versos de otros que los propios. Me pasa con Raquel Lanseros desde que leí su primer libro, antes incluso de conocerla, de compartir instantes memorables, recitales y presentaciones en Barcelona, Madrid o Cádiz. Cada nuevo encuentro con su poesía supone sumergirme en las aguas profundas de la más pura emoción con la lección machadiana bien aprendida, que brota de la claridad del verso pensativo, emotivo, que puede hasta tocarse y cuya respiración escuchamos como si manara de una fuente amorosa en una plaza callada sobre la luz crepuscular de la tarde. Esa misma tarde gozosa o melancólica que engendra caminantes y sueños, misterios y quimeras y también poetas como Raquel y bailarines como Alberto y Cristina a los que uno imagina danzando ahora mismo en un barrio porteño, entre los silencios llenos de vida y amor de ese poema titulado "La eternidad se llama Buenos Aires". Poesía y tango citándose, entrelazándose, fundiéndose.